Arriba, el otoño desplegó su mejor crepúsculo; en la boca del túnel de la estación, a varios metros de profundidad, el protagonista no lo vio.
Poco después, el traqueteo enfrentaba hombros y miradas, el movimiento solapaba caras cansadas, graffitis y carteles publicitarios.
El tren bramó multitudes a trompicones, como esputos de sangre y bilis, y las vomitó
-Sí, pero antes tuvo que parar -dijo el interlocutor.
-¡Claro!, el tren frenó en seco y paró como muerte súbita, graznó, y emitió un chirrido de agujas: las puertas se abrieron y una amalgama de olores a rancio, a sudor y a óxido, inundó la aséptica habitación del hospital. El silencio se deslizó por las patas de la camilla y se extendió en un suelo blando, que se derretía aplastado como bala contra muro de hormigón. La mano trémula, la mano que portaba el arma, vaciló como hoja de otoño, y cayó para siempre.
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